martes, 13 de mayo de 2008

¿Qué le dirías a un (joven) investigador?

(Respuestas a una encuesta)


Nadie tiene la verdad

No hace mucho tuve en mis manos una de esas publicaciones que últimamente abundan: hacía un detalle –por orden alfabético- de quiénes habían ganado el premio Nóbel; añadía, como al pasar, el año de nacimiento y la especialidad del ganador.

Para ver si W. Heisenberg tenía razón, me puse a calcular la edad media, según ciencia. La tenía, en efecto. Los ganadores de las naturales eran notablemente más jóvenes que los de las sociales (o humanas, si quieren). Con razón dicen los físicos que si a los 35 años sus trabajos no alcanzan alto impacto (el premio Nobel, por ejemplo) mejor resignarse a los rincones del olvido. Heisenberg lo había recibido a los 31 años.

La edad media de los “nóbeles” de Ciencias Sociales, por el contrario, superaba holgadamente en dos décadas (ó 250 meses, si queremos llamar la atención) a la de los “duros”. Entre 35 y 40 entre unos, y 60 y 65 entre otros. O sea que a unos jóvenes habría que buscarlos en el kinder y a otros rastrearlos, por lo menos, hasta el messo del camin de la vita.

Me imagino, por los títulos de los trabajos presentados, que en este encuentro tallan las ciencias sociales. A ellos, pues, les diría una media docena de cosas:

1. La investigación científica, conjuntamente con la otra que es hacer el amor, es una de las actividades más gratificantes que tiene el ser humano. No intenten, sin embargo, realizarlas simultáneamente. No da resultado. No insistan.
2. Por lo mismo, es muy exigente. No se trata de una tarea de 8 a 12 y de 16 a 20. Ni de lunes a viernes. No es un trabajo a pesar de que se trabaja mucho . Es una vocación, es un estado del alma, es una forma de vida. Quien no lo entienda así o no lo sienta, no se engañe. Los resultados serán pobres.
3. Los parcos de espíritu que insisten con que lo de “vocación” o “forma de vida” es puro romanticismo, abundan. Lo cual no es signo de calidad. En efecto, no he visto a estos parcos destacarse en la vida científica.
4. Destacarse, en ciencia, no es semejante a correr los 100 metros en 7 segundos, aparecer en Forbes o aguantar cinco minutos debajo del agua sin morirse. Es saberse integrante de un “colectivo” que asume una responsabilidad -esto es, “responde” a una sociedad que lo sostiene- en el que aporta su talento para encontrar la verdad, solucionar los problemas. Aquellos parcos que señalé arriba tienden a confundirnos: quieren hacernos creer que la ciencia y la democracia van de la mano: nada de eso, muchachos y chicas, el talento no es democrático.
5. Pero por más talento que posean, olvídense de que alguna vez vayan a encontrar la verdad; Jenófanes nos dijo una y mil veces que por más que la tengamos delante de nuestras propias narices no seríamos capaces de reconocerla. La verdad la conocen únicamente los dioses, decía. A nosotros nos toca enfrentarnos sólo a una “maraña de sospechas”. No obstante, nos vamos acercando a ella, quizá en un camino que nunca termine.
6. Si esto es cierto, si nadie tiene la verdad (sólo aproximaciones a ella), nadie es “autoridad”. Popper es fantástico en esto. Léanlo. Dice que todos cometemos errores. Estamos fatalmente condenados a ello. Nuestra obligación, por lo tanto, es descubrirlos. Y nos alerta con el dramático ejemplo del discípulo de Pitágoras que le descubrió al maestro un error. Como el maestro no podía estar equivocado, porque tenía la verdad, terminó ahogado en el mar (supongo que el Jonio). A partir de esto, Popper describe toda una nueva ética del investigador, que merece ser leída, aprendida, discutida, pero no olvidada.
7. En ese caso, ahora podemos comprender que, según el postulado de Hawkin, citado por Murphy, el progreso científico no consiste en reemplazar una teoría equivocada por una correcta. Consiste en sustituir una teoría falsa por una que es más sutilmente errónea.
8. Como pueden ver, mi media docena de puntos consta de 8. Y en éste me propongo aconsejarles que una de las mejores formas de localizar nuestros errores –y de esa manera “responder” (según vimos arriba) lo mejor posible- es intentar la publicación de nuestros trabajos en las mejores revistas de cada una de nuestras especialidades. Es allí (aparte del formidable sistema maestro/discípulo) donde uno puede ver en funcionamiento el proceso colectivo de corrección. Es aconsejable también hacer periódicas reuniones (locales) de crítica de trabajos y proyectos. Tantas, como sean suficientes para erradicar la creencia funesta y muy cara a nuestros parcos de espíritu de que las críticas están teñidas de la sangre de la animosidad personal.

Podría seguir con otra media docena más de puntos. Pero por ahora sólo me resta recordarles –junto con Murphy- que la ciencia es verídica: no se dejen engañar por los hechos.

Alfredo Bolsi CONICET - UNT
Yerba Buena, a principios de octubre de 2003


Algunos consejos prácticos

Aunque no me reconozco como una investigadora plenamente formada –y mucho menos vieja- me atrevo a pasarle al joven investigador algunos consejos prácticos.

Que se busque un buen maestro. La investigación sigue siendo una tarea “artesanal”, de maestros y aprendices.

Que se forme como atento lector. La investigación supone talento como requisito indispensable, pero el talento no alcanza por sí solo. Antes de proponerse un proyecto es necesario conocer bien la bibliografía sobre el tema. De lo contrario, se peca de ignorancia o de soberbia.

Que piense su investigación en términos problemáticos. Y que no confíe en que podrá resolver la totalidad del problema ni decir la última palabra.

Que no pierda el entusiasmo. Sólo quien investiga con pasión logra transmitir el entusiasmo a los lectores.

Que se proponga una investigación no superficial. Y que tenga paciencia y no se desanime porque se trata de emprender un camino arduo, de muchos años y plagado de escollos.

Que se comprometa afectivamente con lo que investiga para poder “sumergirse” de verdad en los temas que trabaja.

Que se comprometa a transmitir lo que investiga escribiendo y enseñando. La investigación le proporciona a la actividad docente una densidad particular, que los alumnos siempre logran captar.

Judith Farberman CONICET- UNQ
2003


¿Cómo y para qué investigar en la Argentina de hoy?

Cómo y para qué investigar en la Argentina de hoy es una pregunta que muchos investigadores e investigadoras, más o menos avezados, con mayor o menor experiencia, jóvenes y no tan jóvenes, nos hacemos en pos de encontrar líneas de respuestas que nos permitan seguir por este camino que elegimos por vocación y convicción, sin resultar por ello, sin embargo, menos tortuoso e intrincado.
Indudablemente no hay modelos estándar de investigadores a los que podamos adherir para llegar a tener éxito en la no tan sencilla empresa de adentrarnos en el campo científico -propio de las distintas disciplinas- con el objeto de buscar responder a tantos interrogantes. Algunos manuales, con sus ‘recetas’ de investigación, intentan convencernos para adherirnos a una u otra corriente metodológica en boga, olvidando, en la mayoría de los casos, aconsejarnos como primer paso imprescindible introducirnos en la ‘cocina’ de la investigación y, de ser posible, bajo la tutela de un avezado maestro en el oficio.

Adquirir el oficio de investigador no es tarea sencilla y como todo oficio que se precie de tal, necesita algo de inspiración, mucho de conocimientos previos y grandes cuotas de sudor y esfuerzo puestos al servicio de esa meta lejana que nos proponemos alcanzar. Lograr la experticia en el quehacer científico requiere, finalmente, transitar un largo y a veces duro aprendizaje, aunque no por ello menos deslumbrante y apasionado.

Pero, ¿cómo articular este camino escarpado en una sociedad en crisis como la de hoy, en una sociedad inmersa en una compleja crisis multicausal que golpea también a los investigadores que encuentran, como consecuencia, cada vez menos incentivos en su trabajo, que tienen dificultades para recrear ámbitos de discusión e intercambio y espacios para dar a conocer a sus pares, y a la sociedad en su conjunto, el fruto de tantos esfuerzos?

La investigación científica se desarrolla sincrónicamente con el transcurrir de la sociedad que la produce: nace, crece y declina con ella. Sin embargo, la mayoría de las sociedades no muere categóricamente sino que asume nuevas formas en cuya proyección no son ajenos los científicos, los artistas, los creadores y en general todos aquellos que nos comprometemos de una u otra manera, quienes creemos en la capacidad creadora y realizadora de los seres humanos individualmente y de las sociedades colectivamente y, en consecuencia, quienes estamos convencidos de la posibilidad de generar un cambio.

Para poder proyectar un mañana mejor para las nuevas generaciones hay que partir de una comprensión cabal de los fenómenos sociales, políticos, económicos y culturales en los que estamos sumergidos; a través de la investigación se intenta encontrar respuestas, se busca el sentido de las cosas. Por ello, este complejo camino de la indagación crítica, si bien carga con una gran cuota de trabajo solitario y silencioso, debe ser apoyado por instituciones oficiales y privadas, abriendo sus puertas a la discusión y al diálogo, renovando sus bibliotecas para socializar los nuevos saberes entre la comunidad de estudiosos en particular y entre el público lector en general -ávidos de nuevos conocimientos-, extendiendo el marco de discusión académica en un clima de pluralismo y respeto por la diversidad de pensamiento y, finalmente, relacionándose con otras instituciones similares del país y del exterior para lograr una mayor y mejor inserción en este mundo dinámico y globalizado que se modifica día a día.

Nuevos problemas acucian permanentemente nuestras investigaciones, nuevos enfoques modifican y transforman investigaciones tradicionales, nuevos temas aparecen en el campo epistemológico como un desafío a nuestra creatividad. Cuando tomemos conciencia del relativismo del conocimiento científico, los investigadores e investigadoras tomaremos también conciencia de que aún hay un largo camino por recorrer.

Mientras más jóvenes en crecimiento se incorporen a este metier, el cambio y la transformación del conocimiento científico posibilitará, sin lugar a dudas, realizar un aporte concreto tras la utopía aún vigente -a pesar de los vaticinios de los profetas del fin de la historia- de tratar de modificar algo de este difícil y conflictivo presente. Este aporte implica, indudablemente, asumir compromisos frente a la sociedad y no consentir cómplices silencios.

María Mercedes Tenti
Profesorado de historia Escuela del Centenario. 2002


Las dicotomías y sus límites

El pensamiento universal se ha construido sobre la lógica de las dicotomías, y de esta manera se ha organizado una manera de ver el mundo y sus fenómenos: el ying y el yang, lo femenino y lo masculino, el día y la noche, alto y bajo, blanco y negro, ortodoxia y herejía, entre tantos otros opuestos. Esta lógica permite el análisis y facilita las descripciones o las explicaciones, pero en algún sentido puede atrapar a la multiplicidad en simplificaciones que no logran abarcar la riqueza de las diversidades.

En el trabajo científico en general y en la investigación en particular, se transmiten saberes y métodos con la misma lógica. Se presenta entonces el desafío de romper con las falsas dicotomías que organizan el trabajo científico.

Algunas de estas dicotomías que merecen una revisión serían las que se plantean entre el objeto y el sujeto, entre el objetivismo y el subjetivismo, entre los métodos cualitativos y los cuantitativos, entre el laboratorio y el campo; entre la teoría y la empiria, entre la academia y la comunidad, entre el contexto de descubrimiento y justificación. Al investigador o a la investigadora se los invita a sufrir una suerte de esquizofrenia en la búsqueda de una disociación que incorpore la razón y deje de lado las emociones, como si el camino de la articulación de sentires con pensares, no fuera posible de alcanzar.

Estos opuestos existen, y guardan entre sí una relación dialéctica, pero también existen una gama de realidades intermedias, que por lo general son mas frecuentes que las mismas posiciones opuestas. Y ocurre que la búsqueda de la rigurosidad metodológica y la decisión de confeccionar una encuesta nos hace dejar de lado la riqueza del pluralismo metodológico, con todo su abanico de posibilidades.

Los grises, los atardeceres, los espacios de transición, son tan hermosos y cuestionadores…

Cecilia Canevari UNSE – El Colegio de Santiago
2004


La sociología como género literario

El proceso de formación del sociólogo debe consistir no sólo en una instancia académica en la que se proporcionan conceptos teóricos y herramientas metodológicas, sino en la enseñanza –y el aprendizaje- de un oficio. Esto, en cierta medida, implica retomar y actualizar las propuestas de Wright Mills sobre artesanía intelectual. En esta perspectiva, los planes de estudio de grado y postgrado en sociología debieran incluir un ámbito destinado a lo que se conoce como “escritura creativa”.

Resultaría muy provechoso que los sociólogos, en tanto productores de relatos escritos sobre la sociedad, adviertan que la elaboración de su identidad profesional debe inscribirse en una genealogía que incluya, por dar un ejemplo, no sólo a Weber, Marx y Germani, sino también a Flaubert, Borges y Piglia.

Carlos Virgilio Zurita
UNSE, 2004


Los ruidos y sus ecos

Según el profesor Finberg , el historiador parroquial necesita madurez, lecturas amplias, mucha simpatía y piernas robustas. Por madurez entiende una larga y surtida experiencia entre los hombres, un buen equipaje de vivencias. Como lecturas recomienda, aparte de otras, las de libros de historia nacional e internacional. La simpatía que exige es por aquello de que sólo lo semejante conoce a lo semejante, y aquello otro de que sólo se conoce bien lo que se ama. La exigencia de las piernas robustas alude a la necesidad que tiene el historiador pueblerino de recorrer a pie, una y otra vez, la sede de su asunto, y de visitar personalmente al mayor número de parroquianos.

Antes de conocer la receta del profesor Finberg tuve la suerte de ponerla, en alguna forma, en práctica. Sin proponérmelo he cumplido los cuarenta y dos años de edad y he andado metido, de grado o por fuerza, en varios ambientes y pocos empleos. Durante cinco años impartí un curso de historia de la cultura y para desempeñarlo pasablemente tuve que leer varias historias de la humanidad. También he sido solicitado algunas veces para la enseñanza de la historia general en México y he leído bastante sobre el asunto.

Antes de emprender la presente investigación conocía a poquísimos tratadistas de la historia local, y todos ellos de la vieja ola. Durante la búsqueda frecuenté a otros, pero no (y lo lamento) a los tratadistas contemporáneos, a los grandes maestros franceses, ingleses y norteamericanos. Alejado de bibliotecas y librerías y muy metido en mi agujero, no tuve oportunidad de conocer las nuevas corrientes de microhistoriografía que me hubieran permitido corregir el conocimiento de las visiones panorámicas y además estar a la moda en lo que a historia parroquial se refiere.

En algo pude suplir la falta de cultura previa con mi miopía natural. Me gustan las nimiedades, me regocijan los pormenores despreciados por los grandes espíritus, tengo la costumbre de ver y complacerme en pequeñeces invisibles para los dotados con alas y ojos de águila. El ser peatón y miope por naturaleza supongo que me lo tomaría a bien el profesor Finberg.

Practiqué caminatas a pie y a caballo, recorrí en todas direcciones la tierra donde crece la historia que cuento; conversé, como ya lo dije, con la gente del campo y el pueblo. La ocurrencia de escribir esta historia nació durante el año sabático concedido por El Colegio de México en 1967. Tuve siete meses para explorar los archivos, leer las obras que me pudieran ser inmediatamente útiles, visitar a una de las rancherías de la Tenencia de San José, platicar con la gente, ver con los ojos abiertos lo más posible y oír los ruidos y sus ecos.

Luis González
Prólogo a Pueblo en vilo, El Colegio de México, 1968.


Mi caja de herramientas

Lupa, como Sherlock. Gorra, porque soy un detective vasco. Un libro de espiritualidad. Lápiz de grafito y cera, y algunos de colores. Un par de plumas. El cuaderno de notas. La calculadora. Prismáticos (me ha tocado trabajar de grumete). Máquina de fotos, pero en el mejor momento se termina el rollo. Chinches, tiza, un paño para limpiar el pizarrón del aula 14. El mapa de América del Sur centrado en Mato Grosso. El anteojo que permite ver trianguladas las imágenes del mundo, fabricado por Guadalupe Williams. El chifle de aguardiente, que permite resistir un largo acecho nocturno. Peine, cepillo de dientes. Enalapril. Tabaco. Pastillas renomé. El grabador tipo periodista, desde luego; con casete y pilas de repuesto. Ah, el talonario de facturas aprobado por el organismo correspondiente, porque también hay que cobrar. En su poema “Eclesiastés”, Chesterton escribió: “Sólo una cosa es necesario: todo. El resto es vanidad de vanidades”.

J. Yleret
2004


¿Quién es un investigador? ¿Se lo puede crear?

Contestar la pregunta planteada y responder algo que aporte y complemente a lo ya expresado por los colegas y amigos que me preceden, realmente se me vuelve muy difícil y más aún cuando debo dirigirme a jóvenes que casi no conozco, que sólo puedo intuir en sus dudas. Además, siento que tengo que decirles algo nuevo y que a su vez provenga de mi experiencia de vida como investigadora. ¿Qué más puedo decirles a los jóvenes santiagueños que desean formarse como investigadores en la universidad o que están haciendo sus primeros trabajos?

Entiendo que lo más importante que yo he comprendido y de lo que pocas veces hablamos es que las instituciones educativas sólo ayudan en el desarrollo de un investigador pero que no pueden crearlo como tal. Digo esto porque he logrado entrever que la estructuración de una persona como investigador se da de otra forma, durante múltiples, personales y azarosos caminos que no tienen relación directa con la educación formal, tal como nos lo indica la existencia de personas con alta capacidad de indagación y reflexión y con escaso acceso a la educación institucionalizada.

Estos múltiples caminos de vida son los que posibilitan la existencia de un ser que puede vivir casi siempre rodeado de dudas, sintiendo gran placer en ello, mientras lo normal es que la gente sucumba y se angustie ante la perplejidad constante. Es que una vez que alguien acepta vivir en la duda y en la búsqueda de respuestas transitorias que, a su vez, abrirán el camino a nuevas preguntas, nadie puede controlar su desarrollo ni se puede reducir la duda al espacio del trabajo, no se la puede encadenar, todo lo que se mire entra en revisión. Un pequeño infierno cotidiano que todos nosotros conocemos y que constituye una de las bases sobre la que se construye nuestra comunidad. Sólo aquellos que porten este don o talento o problema pueden vivir con placer realizando un trabajo mal pago, de escaso reconocimiento social e institucional y que, incluso, los aleja de la familia y del mundo durante los largos períodos donde nos sumergimos en otros tiempos y espacios para mejor comprenderlos.

Es muy importante saber si uno tiene ese don o no lo tiene, o si es escaso. Si ya dentro de la Universidad ustedes ven que les interesa de sobremanera el conocimiento y los llena de felicidad ir comprendiendo cada vez más el mundo y las distintas perspectivas desde las cuales se lo analiza, pero observan que todo lo que ustedes conocen (a través de su vida cotidiana, de la de su familia, de su trabajo, etc.) no entra en la más mínima contradicción con ninguna de las lecturas realizadas ni sus interpretaciones, que todo marcha hacia una mejor y placentera comprensión del mundo cada vez más compleja, todo indicaría que portan escasamente el don del investigador o que no lo tienen. No hay que amargarse por ello, en absoluto, todo lo contrario, en tanto podrán desarrollarse como excelentes docentes universitarios que ocasionalmente desarrollarán alguna muy buena investigación, publicarán muy buenos libros de síntesis, pero vivirán con mayor paz y tranquilidad e incluso hasta desearán y podrán ocupar cargos de gestión universitaria que para el otro grupo estarán vedados, salvo que lo hagan por necesidad y sacrificando sus más fuertes intereses.

Les comento esto porque yo entiendo que después que uno se responde a esta pregunta inicial, todo lo demás tiende a solucionarse paulatinamente. Claro está que no se soluciona solo y es allí donde la institución y el apoyo de los colegas de más experiencia son indispensables. La lectura orientada, constante y sistemática, los ejercicios dirigidos a responder respuestas a problemas recortados con su necesaria expresión escrita, el relevamiento de las posibles fuentes de información y de los trabajos previos, todo eso conforma un bagaje indispensable para poder trabajar y publicar dentro de una comunidad con reglas previas de funcionamiento. Pero, insisto, nada de este sistemático trabajo tendrá sentido a largo plazo si, desde lo muy interno del joven investigador, no surge ni se entrecruza constante y agobiadoramente, la actitud dudosa, reflexiva, indagativa que es lo que define a un investigador, sea o no un universitario.

Silvia Palomeque, 57 años.CONICET, UNC.
Córdoba, octubre de 2005.


El sueño en los pliegues
(Carta de un sociólogo intimista a un alter ego)

Es cierto. No nos conocíamos. Pero este es un buen momento para re-conocernos, y hablar de algo que no siempre hablamos.

Es algo que está entre los pliegues de nuestra profesión, alejado del título y la calculadora, pero cerca del cuaderno de notas. Es algo poco perceptible a primera vista, porque ya sabemos que lo esencial es invisible a los ojos, pero ilumina todo lo que hacemos. Algo que se encuentra en la trastienda de nuestra identidad supuesta, aquella que se adopta una y otra vez, hasta que llega a convertirse en nuestro verdadero rostro. Algo próximo y distante, intangible y mínimo.

Se trata, nada menos, del sueño de hacer sociología. Los planes de estudio no hablan de él, porque se supone que no agrega incumbencias. No figura en el perfil del graduado, y tal vez sea mejor así. ¿Cómo ponderar un sueño, cómo medirlo y pesarlo en un concurso? ¿Cómo definirlo, operacionalmente? Es difícil, muy difícil. Pero creo que a Lazarsfeld –o a quien lo reemplace en esa tarea- se le ocurriría cómo hacerlo, en caso de que la Dirección de Políticas Universitarias se lo solicitara.

Pero creo que es poco probable que eso suceda. Aunque naciones y estados son también, en parte al menos, sueños cristalizados, la categoría no forma parte aún de la utilería de la burocracia. Hasta ahora, los sueños y las ensoñaciones han sido cosa de místicos y poetas, de opiómanos, adivinos y analistas. Creo que fue Antonio Machado quien describió lo sueños diciendo que eran “ingrávidos y sutiles... como pompas de jabón”. Otro español, acaso Calderón de la Barca, anotó este postulado inapelable: “Pues toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son”. Partiré de esta frase, a falta de otra bibliografía.

Aceptamos la existencia de los sueños, y su capacidad de teñir la existencia. Pues bien, creo que hay un sueño –o varios- que contribuyeron a definir la condición del sociólogo a lo largo de la historia, desde tiempo remotos. No es necesario hacer una lista; sería demasiado extensa. Pero sí sabemos que esos sueños se ha transmitido y se siguen transmitiendo, en medio de los pliegues de nuestra formación y nuestro trabajo. Nunca es igual; cada uno le agrega algo y lo personaliza. Uno lo hace crecer, otro lo recorta, el tercero lo guarda para otro momento, y el cuarto, por fin, lo analiza.

Ahora que lo pienso, este sueño es muchos, o por lo menos tiene varios tamaños y presentaciones. A veces, como cajas chinas, uno contiene a otro, y un tercero a ambos. Otras, son como sinuosas columnas de humo que se entrelazan o se alejan. Las distinguiré por sus tonalidades, por el color que según creo trasuntan las ideas. Comienzo una breve lista, que podrás ampliar o reducir a tu gusto, pues hoy el conocimiento es, casi siempre, tarea compartida.

El sueño teórico-metodológico. Es el sueño del conocimiento de la sociedad, de sus regularidades y códigos invisibles; se trata de comprenderla, explicarla, y postularla. A este lo veo de tonos fríos, azulado. Es semejante a un acertijo mental. Habla a la mente, y en este punto se lenguaje está hecho de proposiciones que enuncian parecidos, correspondencias o correlaciones, causas y efectos. Contiene a la fuerza reflexiva de la intelección, del logos. Quien sueña este sueño se siente invitado, aunque temeroso, al banquete de la teoría. A este lugar sólo se asiste trayendo algún alimento, por eso el sociólogo debe trabajar primero por el campo, para producirlo. No siempre se satisface el apetito en esta mesa; pero no se pasan necesidades, porque muchos han trozado los alimentos para comer sólo lo que deseaban, y han dejado abandonadas las sobras. No obstante, el banquete siempre se reinicia, hay nuevos invitados. A veces un joven audaz escandaliza a los otros comensales, diciéndoles que estaban consumiendo vino picado o carne podrida, y propone nuevos manjares y elixires. Cuando ese sucede, según Khun, se ha abierto un tiempo de revolución. Entonces, se quitan las migas y se cambia el mantel, o paradigma.

El sueño de cambiar el mundo. Este sueño tiene matices cálidos, del sepia al bordó, que incluyen el rojo, desde luego. Esta es la gama en que se expresa el sueño de la transformación de la sociedad. Aquellos alimentos del banquete, tienen que poder ser utilizados para mejorar las mesas del pueblo, y paliar la desnutrición evidente. Pudo definirse con la palabra “revolución”, y también con la idea de que “un mundo mejor es posible”. La microhistoria de este tipo de acción social, también llamado praxis, puede nutrirse de muchas otras expresiones. Se trata de un sueño maravilloso y difícil, tan deslumbrante como el sueño teórico, pero con otros rasgos y dificultades que le son propias. Uno de ellos es que además de la razón compromete la sensibilidad, las emociones, y eventualmente las pasiones.

El sueño de la profesión. Hay, por fin, un sueño verde, como de hojas de hierba. Es el sueño de la reproducción, del vivir, del servir, de ser útil sin necesidad de ser idiota, de estar disponible para esas funciones especializadas que tienen que ver con la hojalatería social, las reparaciones en la arquitectura institucional envejecida. Ya sea en el espacio del aula o del hogar, el club, la comisión vecinal, la cámara de comercio, la Liga de los Pelirrojos (Conan Doyle) o el Club de los Doce Pescadores (Chesterton), el sociólogo encuentra que en este sueño siempre tiene algo que hacer. Y tendrá que demostrar que puede ser contratado para ello. La imagen de una disciplina que desarrolle competencias técnicas es tentadora, y todas las artes y oficios lo persiguen. A este sueño lo llamaré simplemente, el de la profesión.

¿Cómo han gravitado estos sueños en mi formación, o más bien, como he flotado en ellos? Son el desideratum de lecturas, anotaciones, conversaciones y elucubraciones. No compiten, se complementan. Cada uno, por otra parte, necesita del otro. Los he practicado, creo, a todos, aunque ninguno aprendí del todo bien. Siempre tengo ganas de teorizar, de ganarme la vida, de jugar, y de cambiar el mundo. Porque uno sueña a lo largo de toda la vida, en coordenadas imprecisas de lugar y tiempo. Los sueños son resistentes; el escalpelo de la costumbre los debilita, pero no puede extinguirlos. Los sueños se transforman. Como algunos cursos de agua, a veces se sumergen en el largo tiempo enterrado. En algún lugar rebrotan.

Estos sueños no son personales ni exclusivos; provienen del recorrido que hice, junto con la sociología, por los caminos del conocimiento. Son de época, tanto como un vino Chianti cosecha 1943, o un Citröen 2CV modelo 1969. Tus sueños, serán, probablemente, distintos. Pero hasta que no los conozca no sabré, de veras, cuáles son los tonos de la profesión a la que creemos pertenecer. Y te cuento lo que aprendí andando por ahí: que además de lo dicho en el curriculum vitae, hay que hablar de los sueños.

Alberto Tasso CONICET-UNSE

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